Hungría, sobra decirlo, es un bello país. Sus encantos son incontables, empezando por su pueblo. Y, en particular, sus danzas tradicionales suelen asirse del espíritu creativo de ilustres compositores musicales. Pero qué lástima que su hospitalario pueblo se encuentre sometido hoy a una enmascarada dictadura.
Esto, desde luego, no es una novedad. Hungría ha conocido las dictaduras “populares” y vivió bajo el yugo nazi y luego el soviético. En todo caso, como antes mencionamos, ahora la jefatura de Gobierno la ejerce un adalid de la mano dura, Viktor Orbán, que ha resultado antojadizo y susceptible de rabietas anti o pro de lo que su mente autoritaria ordene.
El tema de los migrantes le ha brindado la oportunidad de manipular la opinión pública y el giro de su gobierno. El arribo de millares de migrantes a Europa y la admisión de algunos centenares a Hungría tuvo un impacto directo e inmediato en la retórica oficial.
Primeramente, surgió la marejada por los daños que el diluvio infligía en el credo cristiano de la mayoría de la población. A lo religioso se sumó la genética de la tez blanca amenazada por los oscuros migrantes. Últimamente, con la espiral del pánico de la pureza racista combinada con el peligro de la inseguridad que los oscuros traían a Hungría, el trampolín presidencial subió los decibeles de sus peroratas fascistas.
Le vino a mano en forma prodigiosa la decisión de la Unión Europea (UE) de establecer cuotas obligatorias por cada país para el ingreso y estadía de los caminantes en su seno. No sobra indicar que la canciller germana, Ángela Merkel, ha mantenido abiertas las puertas de su país para masas de migrantes que fueron ya ubicados en sus respectivas viviendas. Asimismo, los recién llegados reciben educación y empleos.
Para abrir agujeros en los portones de la UE y cerrar las puertas húngaras a los refugiados, Orban tuvo la genial (así la autodesignó) iniciativa de un plebiscito al cual sometería el destino de los manejos de la UE. Las encuestas predecían una victoria arrolladora. Pero, lamentablemente, la asistencia a los recintos electorales no dio la cantidad requerida.
Como en tantos relatos ocurre, Orban consiguió una victoria hueca, pues al no alcanzar el total de la masa, el triunfo no cuajó. Arribó a las urnas apenas el 43,9 % del padrón, cuando lo exigido era el 50% más 1. Y ahora, ¿quién podrá rescatarme?, gimió para sus adentros el deslucido estratega.
Veremos pronto si hay algo de qué agarrarse para la salvación del derrotado líder. Ni las czardas llegaron a consolarlo.