Los relatos sobre hechos históricos, los distantes y aquellos más recientes que involucran a personajes de fama, no cesan de sorprendernos. El caso del archigeneral David Petraeus ha estado en el tapete por varias semanas, ligado al amorío del guerrero con Paula Broadwell, autopromovida biógrafa de su amante y cliente.
La prensa mundial no ha escatimado detalles en torno a los quebrantos de las leyes civiles y militares incurridos por Petraeus, director de la CIA de junio del 2011 a noviembre del 2012, y, previamente, el supergeneral que condujo a las victorias norteamericanas en Irak y, en importante medida, en Afganistán. Anotemos que este impresionante cúmulo de logros respaldó la repatriación de tropas prometida por el presidente Barack Obama en su campaña electoral.
Recordemos que Petraeus comandó antes los Ejércitos de la OTAN y, al acogerse a su retiro, en el 2012, el hipercondecorado líder de tantas victorias optó por aceptar una serie de calificados y muy bien remunerados nombramientos en algunas de las mayores empresas estadounidenses. Asimismo, accedió a publicar un libro que recogería sus nunca manchadas memorias. Su fama, desde luego, garantizaba el éxito librero de su opus.
Enredo de faldas. Todo lucía esplendoroso, como dice la vieja tonada de un filme para quinceañeras. Y, como a menudo ocurre, el resplandor fue opacado por un ingrato enredo de faldas. Lo acaecido, a espaldas de la leal esposa, fue que David cayó en la telaraña tejida por una no tan joven escritora que demandaba mayores detalles de los escalados rumbos de su sexy general.
El cimero curso de los acontecimientos condujo a que David, siempre tan solícito ante los pedidos de su cuasi novia, Paula Broadwell, le entregara también documentos secretos o, como suelen denominarse en la parla anglosajona, “clasificados”. El epílogo fue un arreglo con la Fiscalía que, entre abogados y multas, le costó mucha plata a Petraeus, amén de una pena de cárcel de dos años pero suspendida.
Como algunos especialistas informaron, la resolución salió mucho mejor de lo anticipado porque no le impide continuar su próspera carrera comercial.
El fallido donjuán, eso sí, deberá cuidarse, pues la sentencia solo está suspendida. Un único episodio más sí podría enviarlo a prisión. Y, quizás más importante, dudamos de que la traicionada esposa le perdone una segunda ronda sin una compensación financiera, que podría dejarlo literalmente en la calle.
Sansón y Dalila. El libro bíblico de los Jueces constituye una categoría clásica. Se centra en la seducción que consigue Dalila, figura femenina a quien sus hermanos filisteos escogen para acabar con Sansón, un juez israelita dotado de descomunal fuerza y, también por voluntad divina, clave en las derrotas de los enemigos de su pueblo.
Sansón fue el hijo por quien sus padres rogaron largamente al Eterno. Al nacer, prometieron consagrarlo al servicio religioso del Todopoderoso. Por eso, Sansón no debía cortarse su abundante cabellera ni ingerir licor.
El designio de la cautivadora Dalila acertó en parte, mas el desenlace imprevisto fue la destrucción del templo pagano de Dagón, lo que conllevó la muerte de la misma Dalila y de una multitud de filisteos.
Mata Hari. Saltemos ahora a los años postreros de la Primera Guerra Mundial, cuando una bailarina exótica conocida como Mata Hari recibió la pena capital por haber espiado por encargo de los alemanes. Las biografías de este personaje son varias, pero coinciden en exponer los aspectos crudos de su profesión como danzarina y, sobre todo, como espía. Su fama cruzó las fronteras desde muy joven y abruptamente finalizó en el cadalso francés en 1917.
El revuelo del “affaire Mata Hari”, de los más estrepitosos a ambos lados del Atlántico, palideció ante el escándalo generado por las relaciones amorosas del ministro de Defensa británico John Profumo con una joven (19 años) dama de la vida alegre, Christine Keeler.
El caso explotó al revelarse que, sin el conocimiento de Profumo, los favores de la joven profesional eran compartidos con un alto oficial de la embajada soviética en Londres. Este circuito de pasiones causó la renuncia de Profumo al gabinete del conservador Harold McMillan, el 5 de junio de 1963. Eventualmente, generó la derrota conservadora en las urnas. Triste final para Profumo, quien se hundió en un capítulo vergonzoso de la Guerra Fría.
Un episodio más en la historia inacabable de célebres guerreros rendidos a las argucias de una mujer fatal.