Hace un año ya que 43 jóvenes estudiantes de Iguala, en el estado de Guerrero, desaparecieron. Quienes han analizado el desconcertante caso, invariablemente lo insertan en el marco más amplio y más cruento del narcotráfico reinante en el sureño territorio.
Lo cierto es que 43 muchachos se esfumaron sin dejar rastro. Con pleno derecho, sus padres y familiares todavía preguntan qué ocurrió. Gracias a ese clamor, que ha sacudido corazones en innumerables países alrededor del globo, las autoridades mexicanas empezaron a tejer lo que de antemano creían era un episodio más del funesto imperio de las drogas. Quizás así fue, pero quién sabe.
Meses atrás se formaron comités cívicos que han exigido de los fiscales y tribunales una respuesta sobre lo sucedido. El escalafón de los guardianes del orden y la legalidad tocó cielo el jueves cuando el presidente Enrique Peña Nieto se reunió con los padres de las víctimas.
El mandatario empeñó su palabra de crear un cuerpo de fiscales especializados para ahondar en este y otros casos de personas desaparecidas. ¿Otra promesa más, otro cuento, más cinismo?
En este primer aniversario, 50.000 personas desfilaron por la capital con pancartas y fotografías de los desaparecidos. Además, en distintas fechas, delegaciones de padres y amigos de las víctimas han visitado embajadas de naciones amigas en el Distrito Federal para pedir la solidaridad de sus Gobiernos.
Las demandas a las autoridades locales y el Gobierno nacional han ensanchado el ámbito del interés y la solidaridad de toda una estela de personalidades y organismos humanitarios.
Sobre el drama en sí, predomina la versión de una disputa con respecto a cuál autobús debían abordar los estudiantes y el subsiguiente conflicto entre mafiosos, quienes habrían decidir zanjar a tiros el diferendo sobre los buses, lo que finalmente habría desembocado en la muerte e incineración de los jóvenes pasajeros.
Agreguemos que los buses en cuestión eran utilizados para el transporte de drogas. En la misma onda, circula el relato de restos óseos identificados mediante el ADN. Quizás por ahí se enfile la tarea de los entendidos.
Comparto los sentimientos de los padres dolientes. Soy también un padre doliente. Sinceramente, hago míos los deseos por una respuesta pronta, franca y creíble de las autoridades que los parientes de los 43 desaparecidos merecen.
Sin embargo, debo confesar mi pesimismo en cuanto a la prontitud con que la verdad sobre esta tragedia finalmente emerja.