China desplegará mañana una selección de sus nuevos armamentos durante el magno desfile conmemorativo del 70.° aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial.
Los observadores anticipan una ocasión festiva sin precedentes a la cual asistirán figuras mundiales de la política, la ciencia, la cultura y la economía. También estarán presentes numerosos jefes de Estado, entre ellos el de Corea del Sur.
Para China, el acontecimiento está concebido como un testimonio de su elevación en los ránquines celestiales del poderío internacional. Precisamente, debido a este carácter, lo último que podría desear o tolerar sería una guerra, grande o pequeña, en su vecindario. En particular, ha preocupado a los rectores de Pekín que las crecientes tensiones entre las dos Coreas se decanten hacia un abismo bélico.
Tres semanas atrás, dos sargentos surcoreanos, de los que suelen examinar el trecho de su país en el tendido eléctrico fronterizo, fueron sorprendidos por la explosión de minas norcoreanas sembradas en su rutinario trayecto. Ambos oficiales perdieron las piernas como consecuencia de este suceso.
Seúl reclamó por el solapado ataque norcoreano al tiempo que Pionyang negó responsabilidad y aprovechó para denunciar una presunta confabulación imperialista en su contra. El trasfondo, sin embargo, es más complejo. Resulta que Seúl había recibido días atrás un ultimátum norcoreano (48 horas) para silenciar los poderosos altavoces con que, desde el capítulo explosivo, reanudó la ola de propaganda anticomunista en toda la extensión del tendido eléctrico. Entretanto, los primos del norte no cesaban de aporrear sus tambores de guerra.
Las tensiones y amenazas fueron trasladadas al sitio usual en la zona desmilitarizada de la frontera donde las inacabables pláticas suelen desarrollarse. Y China, en esta oportunidad, miraba consternada el triste espectáculo. Y así siguieron las cosas hasta que el máximo norcoreano, Kim Jong-un, recibió una advertencia del aparato chino. Dicho mensaje sintetizaba el enojo de Xi Jinping: no me echen a perder la fiesta. ¿Cuál fiesta? La única que contaba, o sea, la de mañana. Y, como por magia, todo se resolvió.
China es madrina y mandamás en Pionyang. El apoyo económico y político de Pekín es vital para la supervivencia del régimen. Está claro que los oficiales norcoreanos se vanagloriaron atribuyendo la pronta solución del diferendo a su presunta hegemonía militar y nuclear. Pero, más bien, algo así le susurraron a Kim desde Pekín: cuídese que la bomba no le explote en sus narices.