La lluvia de misiles que Estados Unidos lanzó contra una base aérea en la provincia siria de Idlib, el jueves, debió resonar claramente para el dictador Bashar al-Asad. La respuesta estadounidense era de esperar tras el ataque con armas químicas perpetrado el martes por el régimen de Damasco contra civiles; además, patentizó un cambio con la política de Barack Obama, quien en el instante preciso para castigar una osadía similar, retrocedió.
Trump, con su actitud pronta y resuelta, impresionó al mundo. En Estados Unidos el ascenso en los índices de aprobación de su gobierno, que subieron por encima del 30% y 35% previos, fueron una voz de apoyo que el mandatario necesitaba. Y, no en vano, la corriente positiva proveniente de aliados occidentales inyectó un aire estimulante en las relaciones con esos países.
Mirando hacia el futuro inmediato, es claro que los vítores del ayer son una especie de recordatorio de la infinidad de compromisos internacionales que Estados Unidos, superpotencia global, deberá encarar.
Esto significa que la victoria temporal en Siria no podría, por sí sola, satisfacer a la pluralidad de quienes cobran adeudos diplomáticos y políticos de mayor calibre. Creemos, asimismo, que entre los deberes pendientes permanece América Latina, donde el presidente y, sobre todo, Estados Unidos, tienen amigos. Tales intimaciones para una nueva etapa en los vínculos interamericanos es inescapable.
Nada de esto exime a Estados Unidos, ahora con un presidente resuelto, de acometer las tareas para conseguir la paz en Siria. Este país reclama prioridad de Estados Unidos y otras naciones, principalmente de Europa Occidental. Esperaríamos que Washington haya comprendido en estas experiencias con Siria que las guerras intestinas desangran al país, estimulan la huida de familias y capitales, y proveen oxígeno al Estado Islámico y otros grupos terroristas.
Para ser realistas, una atmósfera de cierta tranquilidad, con todos sus peligros de diversos focos, deberá ser la meta del Estado transitorio acordado con los grupos mayoritarios involucrados en la guerra que ahoga a Siria. Es claro que difícilmente podría avanzarse en esa encomiable tarea con Asad a la cabeza. Los rusos entenderían el jauja en que podrían nadar y lucrar sin ese ahijado, al cual deberán reubicar al estilo tradicional del Kremlin. A la administración norteamericana le corresponderá mercadear el proyecto en el Congreso, tarea nada fácil, pero esencial para moverse hacia nuevas realidades en Siria.