En los corrillos políticos de Moscú se comenta un detalle siniestro –otro más– en el quehacer de Vladimir Putin. Según parece, el presidente ruso mantiene un registro constante y minucioso de lo que dicen y hacen sus principales y más ruidosos opositores. Si Putin juzga que alguno se excede, sobre todo en los medios de comunicación, ordena las acciones necesarias para depurar la atmósfera.
Nada nuevo. Esto no es nada nuevo. Ocurría en tiempos de Lenin y alcanzó auge en la época de Stalin. Luego, con Putin, reapareció con furia. Sin ir muy lejos, la detención del dirigente opositor Alexei Navalny, hace pocos días, marcó el renacer de las campañas persecutorias de los enemigos –ciertos o supuestos– del jefe o su corte.
Nada menos se podía esperar de Vladimir Putin, veterano de la KBG y su sucesora, la FSB, por cortesía del entonces presidente Boris Yeltsin, y gracias a los manejos de alguien cercano al mandatario y quizás endeudado con el rector policial.
Curiosamente, en noviembre de 1998, ya con Putin en el timón del aparato persecutorio, se produjo el asesinato de una figura prominente del escenario político: la parlamentaria Galina Starovoitova, líder del movimiento democrático y severa crítica del Kremlin. Poco después, el fiscal general, un populista antagonista de Putin y encargado de los casos de corrupción oficial, salió del anonimato en una cinta comprometedora sobre prostitución que se presentaba en la televisión nacional. Adiós a la carrera política del fiscal general.
Grandeza imperial. Yeltsin fue generoso con Putin. En 1999, al cabo de un desempeño laureado en las áreas lóbregas del espionaje y los homicidios, Yeltsin nombró a Putin primer ministro de Rusia. Casi de inmediato, el nuevo jefe ministerial dio rienda suelta a sus planes para revivir el pasado de grandeza imperial mediante una aventura militar en la pequeña y empobrecida República rebelde de Chechenia. Para coronar la ocasión, las bombas fueron lanzadas a lo grande por la fuerza aérea, y los resultados subrayaron la potencia letal y destructiva de las armas rusas.
Hubo, sin embargo, alarma y pesadumbre en la ciudadanía rusa debido al sorprendente número de muertos y los extensos daños materiales que ocasionaron dichos ataques. Esta impresión también caló en el exterior, sobre todo en Europa.
De seguido, se desató una cadena de asesinatos y episodios dinamiteros en Rusia atribuidos por la Policía a terroristas chechenos. Con todo, los antecedentes cruentos de Putin ya no permitían discernir claramente los límites entre el despotismo ruso y el terrorismo checheno.
Obviamente, Putin, con su helado rostro, sabía que su imagen demandaba reparaciones, sin excluir asesinatos, pero mejor maquillados. Empezaron así los homicidios exprés de periodistas, académicos, políticos e intelectuales cuyo común denominador ha sido la crítica a Putin y al Kremlin. De esta forma, algunos personajes conocidos desaparecen, pero, tiempo después, sus cadáveres se descubren en morgues, hospitales, presidios y aun en sus respectivos domicilios.
Nadie está a salvo. En la Rusia de Putin, nadie que diserte o escriba para el público está a salvo del examen minucioso y riguroso de los órganos policiales. Quienes destemplan la voz con denuncias contra Vladimir Putin y su círculo –o magnates hablantines– saben bien de antemano los riesgos que encaran.
Basta recordar el lamentable giro de un multimillonario, Mikhail Khodorkovsky, que alzó tribuna para criticar a Putin y perdió sus empresas y, también, su libertad durante largos años de prisión en Siberia.
Hay apologistas de Putin que citan sus victorias electorales en abono de su carrera política. El problema radica en definir y comprender dichos triunfos. Destacados especialistas en la política rusa suelen calificar el balance de las urnas con juicios cautelosos. La realidad es que someterse a elecciones limpias no es una virtud que remotamente adorne a Putin.